lunes, 4 de abril de 2011

Los hombres de la multitud


n mudo se inclinó sobre el mostrador de la oficina de cobranzas, del otro lado un empleado le tendió la mano para saludarlo, luego la retiró y colocó la palma hacia arriba. Se miraron. El mudo oyó el hormigueo de la gente en el segundo piso, alargó también su mano hacia el empleado devolviéndole el saludo, luego buscó a tientas un sobre en el bolsillo. Volvieron a mirarse. El empleado apretó la otra mano en el borde del mostrador, apretó también los dientes y dominó su jadeo. La gente corría, llegaba corriendo de todas partes, se abrian los ascensores colmados de personas, por las escaleras bajaban centenares a toda velocidad. Desde la enorme puerta de entrada iban llegando en filas, cientos y cientos de hombres y mujeres, siempre coriendo, como escapando de algo inexistente o invisible. La multitud se había reunido rápidamente en el hall del Banco, sus miles de miradas apuntaban todas en dirección a la oficina de cobranzas. Ni el mudo ni el empleado sabían de donde podría haber salido tanta gente. Todas las caras y miradas se agrupaban en el mismo lugar, apuntando hacia unas únicas dos personas. Podían olerles los cuerpos, los alientos, los olores mezclados de mucha gente que aspira y respira el aire que otros hombres necesitan para vivir. Los dos hombres se acurrucaron a ambos lados del mostrador. El empleado tragó saliva, le sangraba la nariz. El mudo guardó silencio. El reloj de la oficina dio las doce. Las luces empezaron a parpadear hasta apagarse. En la más absorbente oscuridad, el empleado y el mudo tuvieron miedo. La multitud abrió la boca.




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